Es verdad que ha habido corrientes espirituales que han promovido el silencio de Dios, la espiritualidad “apofática” (que dice “no”). Pero ha sido algo minoritario. Lo normal ha sido que Dios hable, que hable mucho y que muchas veces lo que decimos que Dios habla se parece enormemente a lo que nosotros, por nuestros intereses, queremos que diga.
Habría, para empezar, que renunciar a hablar de Dios con ligereza, atribuyéndole cosas que son nuestras. Habría que pensar que es, tal vez, mejor que Dios no hable para que así se pueda garantizar su verdad, porque si le atribuimos locuciones suyas estamos invadiendo y pretendiendo apropiarnos de su verdad. Estar ante un Dios en silencio no quiere decir que se esté ante un Dios ausente, sino ante ese Otro que, por su peculiaridad, da sentido a la mía.
Hundirse en el silencio de Dios es, quizá, la senda para dar con él. Así lo han entendido los grandes místicos; ese silencio les ha hecho más buscadores y más anhelantes de un Dios de silencio.
Cuaresma 2020
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