En el evangelio de este domingo, Jesús cura a un ciego de nacimiento y encuentra la oposición de los fariseos, que no quieren ver la verdad. Según el Maestro, las cegueras que provienen del rechazo de la luz son peores que la ceguera física. Conocer a Jesús, fiarse de Él y seguir sus pasos es abrir los ojos para ver de veras.
Aquel invidente de nacimiento empieza por notar la curación física de su ceguera. Esa curación suscita en él admiración y agradecimiento. No se deja vencer por los juicios, amenazas y violencias de los fariseos: para él, Jesús es, por lo menos, un profeta. Esa es su primera fuerte impresión.
Hay una segunda curación en un nuevo encuentro con Jesús. El hombre estaba desconcertado y no se explicaba por qué le expulsaban los fariseos. En medio de su desconcierto, aparece de nuevo Jesús: el antiguo ciego no había descubierto todavía del todo la luz. Pero quiere creer en lo que cree Jesús, que Jesús le ayude a dar sentido a una vida que no sea un túnel sin salida, a tener una luz que ilumine. El célebre autor de “El Principito”, Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), hace decir a uno de sus personajes: “solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”.
Para el ciego curado, el creo, Señor significa que Jesús ha iluminado toda su vida. Creer en Jesús transforma nuestra mirada, nos da una visión nueva: la visión desde el corazón de Dios. Sin esa visión de Dios, nuestra mirada es pobre, miope, a veces angustiosa, porque nos vemos en un círculo cerrado. Creo, Señor, me fío de ti y me confío a ti.
Iñaki Otano
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