Habría que construir espacios de silencio que no tienen por qué ser siempre sagrados. Un rincón del propio cuarto, con una luz y una evocación espiritual (icono, flor, vela, etc.) puede ser lugar apto. Este sencillo espacio externo será una invitación a atender lo interior y un modo indirecto de cuidarlo efectivamente.
Luego habría que silenciar el cuerpo: postura, sentarse, quietud. La mente no puede silenciarse en un cuerpo inquieto. La quietud está en proporción directa con la concentración. Se trata de estar vivo ante quien vive.
Resulta necesaria una mística del desierto, vaciar la mente en la medida en que se medita. Es hacer consciencia de algo porque hemos hecho vacío a su alrededor, lo que nos permite distinguirlo.
Es necesaria también una mística de la escucha. El silencio va en busca de la palabra que abra aún a un silencio mayor. Eso nos permite meditar en busca de la propia identidad, del propio nombre y del papel que hemos de jugar en la vida.
Todo culmina en una mística de amor. Lo que se escucha en el desierto de la práctica meditativa no es un genérico “yo soy”, sino un “yo soy hijo”, “yo soy amado”. En otras palabras, se descubre que se puede confiar.
Cuaresma 2020
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